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La Estancia de Santa Catalina en el corazón de las Sierras Chicas

Desde Ascochinga, un camino de tierra custodiado por el intenso verde de los árboles, desemboca en la Estancia de Santa Catalina. Verla asomar desde el sendero conmueve. Mucho más, encontrarse en la profundidad de la tarde. La soledad del parque presagia la sabiduría de los jesuitas, sello de una Córdoba productiva, progresista e ilustrada.

 

La obra de los jesuitas en Córdoba se propaga al corazón de las Sierras Chicas. La Estancia de Santa Catalina junto a las de Jesús María, Colonia Caroya, Alta Gracia, La Candelaria y la Manzana Jesuítica de la ciudad capital fueron declaradas por la Unesco patrimonio de la Humanidad en el año 2000.

Las estancias fueron concebidas para el sostenimiento de la Orden de la Compañía de Jesús, el Colegio Máximo y la Capilla Doméstica. La producción y el aprovechamiento de los recursos fue la marca registrada de los jesuitas, sumado al encuentro cultural que se dio en torno a la vida de las estancias. Todas tenían en común la organización y la distribución del trabajo.

A 60 kilómetros de la ciudad de Córdoba, por la Ruta E-53, pasando Villa Allende, Río Ceballos, Salsipuedes, El Manzano y La Granja se encuentra Ascochinga. Ingresando a la izquierda, se divisa la estación de servicios del ACA, de allí, unos metros adelante, doblando a la derecha, un camino de tierra de 14 kilómetros, que atraviesa el paraje La Pampa, desemboca en la Estancia de Santa Catalina.

Verla asomar desde el sendero conmueve. Mucho más, encontrarse en la profundidad de la tarde. La soledad del parque presagia la sabiduría de los jesuitas, sello de una Córdoba productiva, progresista e ilustrada.

La tarea principal de la Estancia era la producción ganadera. 25 mil cabezas de mulas por año se producían en una superficie de 167.500 hectáreas que comprendían tierras desde Cruz del Eje hasta Villa Allende. También se desarrollaban actividades agrícolas.

En la casa vivían cinco padres jesuitas. En los alrededores se asentaban los esclavos llegados a América, despojados de toda identidad, para ser adquiridos como objetos por un amo. Los aborígenes, a diferencia de los negros, eran conchabados, su trabajo era remunerado y en general vivían en poblados apartados de las estancias.

Africanos y nativos realizaban labores cotidianas en las huertas, molino, tajamar siendo también mano de obra calificada en la construcción de la imponente Iglesia. No tenían permitido el ingreso a la residencia, sí a la Iglesia, como símbolo de la Evangelización llevada a cabo por la Orden.

A poca distancia se encuentra Candonga, que fue en el siglo XVII un puesto de Santa Catalina. Si se perdía el ganado, el puesto más cercano podía recuperarlos. Con el tiempo pasó a ser una posta que asistía a los viajantes del Camino Real.

Cuando los jesuitas fueron expulsados de América por Carlos III en 1767, se dispuso vender todos los bienes de la Orden. La subasta se hizo en España y un coronel, Francisco Antonio Díaz del Ejército Real de España compró las 25 mil mulas, las 167.500 hectáreas y 700 personas que trabajaban en la Estancia.

La Iglesia

Marcelo, el guía que acompaña a los visitantes de Santa Catalina, le contó a InfoSierrasChicas acerca de la construcción de la Iglesia: “Data de 1622, se terminó de construir 40 años después. El conjunto edilicio es el tercer asentamiento de los jesuitas en Córdoba. La construcción tiene forma de cruz latina, dos altares del crucero de estilo rococó, y el altar central fue construido por los guaraníes del Paraguay, está hecho en madera de cedro paraguayo. Lo trajeron en bloques, a lomo de mula. Cuatro meses tardaron en llegar las piezas desde las reducciones jesuitas del Paraguay”, detalló.

“El altar de madera es de 1650, los cuadros de las naves fueron traídos desde Perú en 1690; el Cristo articulado es de 1663 y el Cristo de la Paciencia, escultura ubicada en uno de los altares sobre el lado derecho de la Iglesia, se hizo aquí en la zona, tomando como modelo a una persona enferma de artrosis, por eso el detalle de la obra son  las rodillas y los tobillos inflamados”, describió Marcelo.

Asimismo, destacó que la restauración de la Iglesia arrancó en 1997. El terremoto de Caucete, en San Juan (1977) había provocado una grieta a lo largo de la nave hasta la ventana del coro, que fue reparada años antes de ser declarada patrimonio de la Humanidad. Con la restauración aparecieron dos frescos originales en el techo, de un lado La Dolorosa y del otro El Sagrado Corazón de Jesús. Son las únicas pinturas en pared,  ya que la construcción es de color blanco.

Antes de finalizar el recorrido por la Iglesia, el guía abrió una ventana de madera dentro de la Capilla, que simulaba ser un lugar especial para conservar cuadros y baúles de la humedad. Pero, en realidad era la entrada a un túnel de 15 kilómetros en línea recta que se comunicaba con la Estancia de Jesús María, “como una vía de escape para los padres jesuitas, en caso que llegara el Malón o en épocas de la expulsión de la Orden”, admitió.

Ascochinga,  voz quechua que significa “Donde el perro se pierde”

“Las culturas originarias permanecen vivas en el nombre de los pueblos. Los lugares responden a algún dato, a una característica de la zona”, asegura el profesor Víctor Acebo, lingüista y quechua-parlante.

Córdoba presenta una mixtura en su patrimonio histórico cultural que conjuga las huellas de la colonia con las culturas originarias. Esto se advierte no tan solo en la arquitectura y fisonomía de las ciudades y poblados, sino también en el paisaje y en las características propias de cada zona que le han dado nombre al lugar.
Antes de la llegada del español, la región estaba poblada por comechingones y sanavirones. Los primeros estaban organizados en dos parcialidades, los henia al norte y los camiare al sur en el cordón de las sierras del oeste; mientras que los sanavirones  ocupaban también parte de las sierras centrales en el norte, asentándose incluso en la zona de la laguna de Mar Chiquita.

Además de la lengua hay otros indicios como las rutas de acceso y la alfarería que muestra la presencia incaica expandiéndose hasta la región que actualmente es la provincia de Córdoba.

El profesor del Instituto de Culturas Aborígenes Víctor Acebo,  afirma que en Córdoba empieza a predominar la lengua quechua por la intervención de los incas. Prueba de ello, es que numerosos pueblos llevan nombres con voces quechuas. “La lengua que tiene más elementos para una comunicación se va asumiendo como propia.

De esta manera permanecen vivos los resabios de las culturas predominantes”, explica.

En la provincia, son numerosas las localidades que llevan por nombre una voz quechua. Todas tienen una razón para llamarse de tal manera, la riqueza de las expresiones y la gran cantidad de vocablos incorporados al habla cotidiana, dan cuenta de la huella imborrable que los nativos han dejado en la región.

Ascochinga,  “Donde el perro se pierde” es la traducción y la expresión genuina de ese encuentro de culturas entre jesuitas, negros y aborígenes.

Nota: Laura Campos.